Por: Fernano Pinzón Pérez
El mar despierto fluye luctuoso en la bahía. En ambos lados del Puente del Morro la gente disfruta a sus espaldas. Hay tiempo de evocar hasta los muertos; los de muerte natural y también los muertos, naturalmente muertos a balazos; por robarlos, extorsionarlos, vacunarlos, por críticos, por reclamar sus tierras, sus derechos, por estar en el lugar equivocado…
Yo voy despacio en la “pichurria”, mí pequeña moto. Raudos pasan motociclistas de todos los colores. Me proceden violentos en la carrera hacia la muerte (pienso, luego subsisto: todos viajamos a 30 mil kilómetros por hora en el espacio infinito y fíjense: no me quiero bajar del planeta ni por el patas).
El rumbero viento marino refresca mi cuerpo sometido al insoportable bochorno que azota a Tumaco en estos días de extremo calor. Hasta las piedras buscan refugio.
Ya está bajo tierra el viejo José Cuellar, el bondadoso vendedor septuagenario de chancletas de la Calle del Comercio que durante 20 años alimentó como palomas todas las mañanas a tantas personas necesitadas de una taza de café con un pan, o una arepa, o una empanada y una cálida palmada en la espalda.
Despedazaron su vida y su entorno (pienso, luego subsisto) y continuaron haciendo de la nuestra “un himno a la derrota”, como acaba de recordar el novelista de Palmira, Julio Cesar Londoño, en referencia al Quijote. Ah quijotesco José…
Parece que al fin medio entiendo, porqué a los colombianos no nos duelan mucho los crímenes de lesa humanidad, o la imparable multitud de asesinatos anónimos (aunque tengan nombre, aparte de su íntimo círculo de familiares y amigos, ¿a quién le importa?).
Cuando en nuestro país, al horror y a la barbarie, se le pone un rostro concreto, explota el dolor, el llanto y la pesadumbre colectiva (¿Sería deseable escribir podredumbre colectiva?).
Una temprana mañana, camino a la realización de una tarea escolar, en torno al monumento de la Tagüera, lo visitamos con un grupo de estudiantes. Compartió con nosotros sus sonrisas a manotadas, arepas y empanadas. Y se quedó para siempre con nosotros su solidaria mirada.
Ah parca asesina sin ton ni son: la vida sí tiene un rostro eterno que clama justicia.
Somos personas del GRAN PARTIDO DE LA VIDA, todos tenemos cabida.
¡SEAMOS PAÍS DE VIDA!
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