¿Dónde están las "Fosas Comunes" del Pacífico? |
El cuento Reinaclaudia hace parte del libro: "EL PAÍS DEL MAR".
Reina Claudia
Por: Fernando Pinzón Pérez
Desde chiquitos siempre estuvimos juntos los tres, en currunta. Pero, Reinaclaudia, era la mandamás que nos daba coscorrones como martillazos con sus manos anchas de domadora de canoas, que se atrevía a gobernar hasta en alta mar. Lo de Reinaclaudia por aquí, Reinaclaudia por allá, tenía que ver con sus pómulos de algodón de azúcar que daban ganas de morder. Las guerras a tun tun en parejas en la escuela, siempre las ganábamos desde que ella nos amachara sobre sus hombros. Éramos inseparables y lo compartíamos todo, bueno casi todo. El que maceaba en el estudio era yo. Reinaclaudia no es que fuera bruta, sino que no le gustaba coger un libro, resolver una tarea o aprender a sacar raíz cuadrada. Decía que para eso se habían inventado las calculadoras y era una pérdida de tiempo. Nadar en El Bajito, la playa más limpia y visitada con frecuencia por los bufeos enamorados de la gente y jugar fútbol, eran sus mayores pasiones. Le gustaba la música vallenata, una que otra salsa de corte romántico y no mancaba reguetón sin importar el idioma. A Silena, con el rostro hermoso de la tripleta, lo único que parecía importarle de verdad en la vida éramos nosotros. No se nos despegaba ni para ir al baño y en el caso mío, se quedaba en la puerta aguardando, para evitar tropeles con los chicos. Hubo claro, ocasiones, en que las dos se me volaban a bañar en el mar, porque sabían que ese día teníamos deberes hasta la coronilla y que yo trabajaría tarde en la noche con el fin de resolverlos. No dejaba de pensar en ellas y cierto gusanillo me punzaba el cuerpo de abajo arriba. Casi siempre me sucedía cuando por alguna razón no las podía acompañar. A su regreso me encontraban enfurruscado pero con sus mimos y carantoñas, retornaban serenas las aguas de la amistad. Las cosas en el pueblo se fueron enturbiando en los últimos años, por la presencia de gente rara que comenzó a llegar desplazada de otras regiones del país. Los asesinatos se convirtieron en el pan cotidiano de los radionoticieros. No entendíamos lo que sucedía hasta que estalló de frente el negocio del narcotráfico y nuestras vidas se fueron por rumbos diferentes. Yo me pisé para la universidad a estudiar medicina. Silena viajó al exterior y Reinaclaudia desapareció sin que nadie tuviera indicio cierto de su paradero. Y Ahí, al cabo del tiempo, como si el mundo fuera el mismo pañuelo de siempre, estábamos otra vez juntos los tres. Reinaclaudia enfundada en su traje verde olivo, al mando del grupo paramilitar con una poderosa pistola baretta, disparando al cielo de la felicidad al reconocerme y entre madrazos alborotados con su voz de cañón más ronca que de costumbre, ordenando que me bajara del taxi, con las cabezas de sus enemigos empotradas en finos troncos de chachajillo, sembrados a lo largo de varios kilómetros en la “vía al mar que conduce de Pasto a Tumaco”, como rezan los boletines de prensa, mientras Silena muerta de la risa, se deja ver del todo, vestida con blusa y falda militar, con la mirada encallecida y el rostro aunque envejecido, tan bello como en los años del tun tun, anunciando el más cálido abrazo e informando: “llegó el doctor que nos faltaba”.
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