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El factor G
La muerte de García Márquez ha servido para repasar en los periódicos que todos leemos el desvelado esfuerzo de los críticos (que nadie lee) por encontrar «El factor G», la fórmula del milagro. Todas estas explicaciones son insuficientes, sí, pero muchas de ellas son válidas. Los críticos, el gremio maldito, hicieron su trabajo. Veamos.
"... Al final estamos solos..."
Los que definen a GGM como el poeta de la cotidianidad, dan en el blanco. Lo confirman el papel central en su obra de la familia, los chismes, los oficios de la casa, los oficios del pueblo, las plantas en sus tiestos y tantas sentencias suyas en cada página. “El lío del matrimonio es que muere cada noche, después del amor, y hay que reinventarlo todos los días, antes del desayuno”.
La etiqueta “realismo fantástico” es exacta. Alude a ese mundo que está más allá de la realidad chata y más acá de la ficción obvia, y refleja muy bien nuestra cosmología, donde son comunes los presagios, los moribundos que recogen sus pasos, las lectoras de la borra del café, los bandidos ‘rezados’, los mamos, la mata de sábila en el zaguán, Dios y otros dioses…

También subrayan los críticos la providencial ubicación en el tiempo y el espacio de Macondo, esa aldea tan remota que resultan naturales allí la magia, las supersticiones, los aparecidos. Pero como también es contemporánea, pueden pasar por allí la ‘ruta de los grandes inventos’, la ‘tecnología’ de los gitanos, la pianola de Petro Crespi, los políticos de la capital.
Si hubiera que resumir en una terna las obsesiones más tercas de GGM, me quedo con la de Gerald Martin: el amor, el poder, la soledad. Si hubiera que elegir una frase, sería esta: “Al final, todos tenemos miedo y todos estamos solos”. Y si hubiera que resumir cien años en un segundo, debemos acudir a Carlos Fuentes: “Cien años de soledad son las mil y una noches latinoamericanas”. Fue la única vez que el mejicano acertó (ese buen mozo pertenece “al lote que persigue”, con Llosa, Paz, Sábato, Asturias, Cortázar, Mutis, Rómulo Gallegos, Donoso y el mismísimo Carpentier… señores talentosos pero imprudentes: ¡cómo se les ocurre escribir en el mismo siglo de Borges, Rulfo y Gabo!
Cien años de soledad es una versión vital de la historia de la humanidad montada sobre una melodía barroca. A través de los avatares de los Buendía cruza, alegre y tramposa, la caravana de los gitanos, el hombre del sombrero de alas de cuervo y manos de gorrión que en lengua oscura escribe el destino del pueblo, la muchacha de belleza insoportable cuya sola visión puede trastornar para siempre la mente de un hombre, la madre que por años logra ocultar a sus hijos que está ciega, la vieja que teje en la tardes su propia mortaja; la peste, el éxodo, el sánscrito y el diluvio, los juguetes mecánicos, el imán, el reloj, el telescopio, el compás y el clavicordio; los prodigios de los magos y los desvelos de los alquimistas; la rigurosa lógica de los milagros, la utopía social, la guerra, el amor, el incesto, los fantasmas de la culpa, la soledad... mil y una fábulas que se entretejen para erigir un libro que no nos cansamos de agradecer.
Sólo faltó un prodigio en la historia, uno no menos asombroso: que un hombre nacido en una aldea minúscula de un continente olvidado, escribiera, entre pocas hadas y muchos ogros, un poema que sería la admiración del orbe; una obra ante la que se inclinaran, conmovidos, lectores y críticos de credo asaz diverso.

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