Ecopetrol y El Tiempo realizan taller digital en Tumaco

Los ángeles también tienen su infierno

A uno, las lágrimas le ruedan a su albedrío después de naufragar con la lectura de este texto reconstruido sobre el cadáver descompuesto de la realidad colombiana.
Es la más reciente columna del poeta J. Mario Arbelaez quien escribe para El Tiempo y El País de Cali.
Que la indignación nos haga mejores personas a todos -en especial a los que se identifican como uribistas velezistas (¿o belicistas?) Tumacopopolo.
Jeisson

Vivo en Yumbo desde que nací, hace como 6 años, me llamo Jeisson. Mi hermano Ronald dice que es mi mamá. Él sabrá por qué lo dice. Él ya es grande. Ya cumplió trece. Vivimos en la loma de Puerto Isaacs, solos, en la pieza más pobre del barrio pobre, con una cama que tendemos entre los dos. Compartimos una manta con la que nos quitamos el frío. Mamá se fue de la casa hace cuatro meses. Papá no existe. No nos llega agua ni luz. Nos alumbramos con una vela semanal y nos bañamos los sábados con una totuma en el lavadero del barrio. Mientras él va a la escuela yo me quedo porque no podemos dejar sola la pieza. Mamá puede regresar en cualquier momento. Ronald me cuida. Dice que se moriría si me perdiera. Madruga todos los días a la galería de mercado y allí recoge desperdicios de almuerzo que trae en una chuspa y a mí me da las partes más buenas. Siempre anda de mal genio mirando al suelo. Una vez se encontró mil pesos y nos los gastamos en mentas. En el lavadero de guaduas, cuando no hay nadie porque todos están dormidos, él lava nuestra ropita y la de algunos vecinos para ganarse unos pesos. A veces yo lo ayudo para no sentirme inútil, pero él vuelve a lavarla porque no me queda muy limpia porque no me deja usar el jabón porque se le acaba. Él me está enseñando a sumar y me cuenta cuentos. El día de la Navidad va a llevarme a cine. Y me va a regalar una camiseta. Cuando nos estamos muriendo del hambre se aparece doña Rosalba con una vela y un platico de comida que papeamos felices y a dormir después de rezar. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Mamá sí vino en estos días, la noche de las velitas, con un señor que acababa de salir de la cárcel. Al pobre Ronald le dio una golpiza terrible porque había mucho desorden y no estaba el fogón prendido. Yo tuve que defenderlo colgándomele de las mechas hasta que nos dejó durmiendo en el suelo. Ojalá nos hubiera traído las caricias que le hacía a ese señor. Recogimos de los andenes muchas velitas a medio gastar para poder alumbrarnos. Creímos que mamá se iba a quedar para pasar la Navidad con nosotros pero se fue a los dos días. Anoche mi hermano me llevó a ver desde lejos una celebración con payasos y villancicos en la estación de Policía. Yo estaba muy contento pero él se veía más achantado que siempre. Antes de que repartieran unas tajadas de ponqué decidió que nos íbamos, y así se lo dijo a doña Rosalba: que tenía algo muy importante que ir a hacer a la casa. En el camino me iba diciendo que era mejor suicidarse porque la vida es muy dura. Que no le dolía tanto la falta de comida pero sí la falta de amor. Pero si yo te quiero, le dije. Pero por eso sufro más, fue lo que me dijo, y debo salvarte. Llegamos a la pieza y prendió la última vela con el último fosforito. Yo me senté en la destartalada silla rímax de plástico, mientras él amarraba de uno de los palos del techo esa correa de lana tejida que mamá dejó por ahí tirada. Pensé que quería asustarme y me asusté tanto que le grité que no lo hagas, hermanito, que no me vayas a dejar solo, que por el amor de dios no te mates que yo voy a portarme bien y a ayudarte en todo. Pero él metió el cuello entre la correa, se subió al barandal de la cama y se botó al suelo. Pero no llegó al suelo. Se quedó pataleando en el aire. Yo gritaba pero nadie me oía. No sólo se iba poniendo morado sino que me sacaba la lengua y me miraba con los ojos salidos. Sentí que todo el cuerpo se me apretaba. En ese momento empujó la puerta doña Rosalba con su plato de arroz que se le cayó de las manos. Gritó tan fuerte que a ella sí la oyeron y llegó todo el barrio. Bajaron a mi hermanito y se lo llevaron al hospital pero todos sabían que estaba muerto. Yo me quedé solo con doña Rosalba, quien me abrazaba llorando, pero el arroz no me entró. Pensé que era verdad que mi hermano era mi mamá. En ese momento se apagó la vela y era la última. (Versión libre, con base en una noticia aparecida en El País, el 17 de diciembre de 2004).

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